En un trabajo pionero para el campo de
estudio de la cultura política, publicado en 1963, Almond y Verba descubrieron
que la educación de un individuo era uno de los factores con mayor peso –quizás
el más importante– para explicar la calidad e intensidad de su participación en
la política. La Cultura Cívica –así titularon el libro en el que
expusieron las conclusiones de una investigación por encuesta en cinco países–
mostraba que, al aumentar el nivel de instrucción de una persona, también lo
hacía su “competencia política subjetiva”. Los ciudadanos más educados se
sentían políticamente más capaces y esto incrementaba la probabilidad de que se
involucraran en política (Almond y Verba, 1963: 168-207 y 315-324). Como el
nivel de instrucción de un individuo se halla estrechamente asociado a su
estatus socioeconómico, cabe preguntarse si esa relación observada entre
educación e implicación política no encubría, en realidad, una causa más
profunda: los mayores recursos, conexiones e influencia que poseen las personas
ubicadas en las posiciones sociales más elevadas. Desde luego, estos factores
cumplían un papel, pero las mayores capacidades de pensamiento, comunicación y
organización que suponen una formación creciente parecían tener un impacto decisivo.
Entre las personas del mismo estrato económico, las más educadas se interesaban
y participaban mucho más.
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